Hace tiempo que leí un libro de Javier Marías, Vidas escritas, con una serie de biografías noveladas. No voy a entrar a valorar la obra de este hombre (sé que entre mis lectores hay algún detractor) ya que es el único libro suyo que he leído. Sin embargo, tendré que valorar positivamente esta lectura, ya que me animó a leer unos cuantos libros que sí me gustaron bastante. Por ejemplo, El Gatopardo, del que ya he hablado por aquí. Y el último ha sido uno del que sin duda protagoniza el relato más grotesco, más bizarro de todo el libro: Yukio Mishima.
La historia de este hombre es bastante rocambolesca. De joven debió ser el típico empolloncete enclenque, ensombrecido, además, por una abuela aún
anclada en el pasado, que fue sin duda una de las causantes del posterior trastorno de su nieto, y quien le inculcó la fascinación por el Japón de la época de los samurai. Sin embargo, al llegar a la treintena se convirtió en un fanático del culturismo, lo que hoy llamaríamos un vigoréxico, escribiendo en contra de los intelectuales que, en su opinión, se centran demasiado en la mente, y poco en el cuerpo. Y, para culminar, a pesar de haberse escaqueado de tener que combatir en la Segunda Guerra Mundial, a finales de los años 60 se alistó en el remedo de ejército del Japón derrotado. A partir de aquí entra en una espiral de alienación patriótica: forma una especie de guardia pretoriana, la Tatenokai, para tratar de devolver a Japón a sus días de gloria.
Así que, un día, harto de la decadencia de Japón, y de un emperador que ha renegado de la tradición, decide dar algún tipo de golpe de estado, y, ni corto ni perezoso, con otros cuatro miembros de Tatenokai tratan de ocupar el cuartel general de las fuerzas armadas japonesas. Allí, Mishima trata de pronunciar un discurso, animando a los soldados allí presentes a dar un golpe de estado y derrocar a los gobernantes que los han llevado a la derrota. Sin embargo, su espectáculo sólo es acogido con sorna, por lo que decide pasar al plan B: el seppuku, o suicidio ritual, junto con su amante, Morita. Bueno, la jugada no les salió del todo bien, y un tercer asistente tuvo que poner fin a la carnicería que habían organizado.
Sin embargo, cuando cogí de la biblioteca "El rumor del oleaje" (Shiosai ), no tenía demasiado presente la historia de este personaje. Y es que no tiene nada que ver con el extraño patrioterismo del autor, si no que esta historia está mucho más influenciada por una visión muy bucólica de la naturaleza, un relato de amor entre dos adolescentes en una remota isla aislada del mundo moderno, anclada en un lugar fuera del tiempo. Quizá lo único que provoque incomodidad en la lectura es la aparente perfección de todo, y, sobre todo, el terrible conformismo que desprende la historia: a pesar de los obstáculos que les imponen a Shinji y Hatsue, ellos confían ciegamente en que las inamovibles ruedas del destino llevarán su historia al final deseado, y no parece existir en ellos ninguna voluntad, ninguna pasión, más allá de la idealización de un amor completamente inocente, puro.
Y por esto la lectura deja un pequeño regusto agridulce, por que la excesiva perfección eclipsa la extraordinaria belleza con la que Mishima retrata la vida en la isla, la pequeña comunidad, y el descubrimiento del amor entre Shinji y Hatsue.
La historia de este hombre es bastante rocambolesca. De joven debió ser el típico empolloncete enclenque, ensombrecido, además, por una abuela aún


Sin embargo, cuando cogí de la biblioteca "El rumor del oleaje" (Shiosai ), no tenía demasiado presente la historia de este personaje. Y es que no tiene nada que ver con el extraño patrioterismo del autor, si no que esta historia está mucho más influenciada por una visión muy bucólica de la naturaleza, un relato de amor entre dos adolescentes en una remota isla aislada del mundo moderno, anclada en un lugar fuera del tiempo. Quizá lo único que provoque incomodidad en la lectura es la aparente perfección de todo, y, sobre todo, el terrible conformismo que desprende la historia: a pesar de los obstáculos que les imponen a Shinji y Hatsue, ellos confían ciegamente en que las inamovibles ruedas del destino llevarán su historia al final deseado, y no parece existir en ellos ninguna voluntad, ninguna pasión, más allá de la idealización de un amor completamente inocente, puro.
Y por esto la lectura deja un pequeño regusto agridulce, por que la excesiva perfección eclipsa la extraordinaria belleza con la que Mishima retrata la vida en la isla, la pequeña comunidad, y el descubrimiento del amor entre Shinji y Hatsue.